LiberPress/ GEES - Lecciones maoístas, lecciones leninistas: Si Lenin unió el materialismo dialéctico de Marx a una forma de hacer política despiadada y cruel, Mao Tse Tung dio un paso más que éste, y sumió la guerra revolucionaria en una profunda hostilidad que sólo Ho Chi Minh y algunos émulos hispanoamericanos conseguirían superar. Mao, a diferencia de sus camaradas soviéticos, dotó a su revolución de un carácter telúrico que el leninismo no poseía; la guerra revolucionaria sería además la guerra de liberación nacional. Liberar China para liberar al mundo se convirtió en la misión máxima maoísta. La lucha contra el capitalista se fundía con la lucha contra el invasor en defensa de la tierra, de manera que la violencia ascendió en el país chino hasta sus límites extremos.
El componente nacionalista no será ajeno a la enemistad entre chinos y soviéticos, e introducirá un componente ideológico nuevo en la revolución marxista. A partir de la obra de Mao, la guerra mundial contra el capitalismo pasó a ser la guerra de los pueblos por su independencia. La guerra revolucionaria asiática se convirtió en el espejo de la izquierda mundial; vía Vietnam y Argelia, llegaría hasta los matarifes etarras. Durante años, los asesinos etarras soñaban con convertir las estribaciones del Txindoki o de la sierra de Aralar en las selvas chinas o vietnamitas.
El éxito maoísta no fue casual, como no lo fue el de Lenin. Ambos tenían en mente dos de los principios eternos de la estrategia; ésta debe adaptarse a las circunstancias históricas –institucionales, sociales, económicas, humanas, geográficas- en las que se desarrolla. Y, como Lenin había leído en Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Lo que en términos revolucionarios viene a indicar la necesidad de preparar las condiciones políticas para la guerra final.
El genio estratégico de Mao consistió en adaptarse a las circunstancias, tal y como Lenin había hecho tiempo antes; las leyes de la dirección de la guerra cambian en función de las condiciones de la guerra, o sea, tiempo, lugar y carácter de la misma. En cuanto al factor tiempo, tanto la guerra como las leyes de su dirección se desarrollan. Cada etapa histórica tiene sus características, y, por lo tanto, las leyes de la guerra en cada etapa histórica tienen las suyas y no pueden ser trasladadas mecánicamente de una etapa a otra”(“Problemas estratégicos de la guerra revolucionaria china”, capítulo primero)
En la China colonial poco sentido tenía la revolución proletaria urbana con que Marx soñaba y que Lenin llevó a cabo. Las barricadas y las fábricas se convirtieron en las emboscadas en la jungla, el obrero se convirtió en el campesino. Además, estaba la ocupación japonesa. El Partido Comunista de China hizo imposible cualquier revuelta nacionalista; levantarse contra el orden político pertenecía tanto a la ideología nacionalista como a la comunista; el imperialismo unía armoniosamente ambas figuras.
Mao tampoco obvió la otra característica heredada de la propia naturaleza de la guerra; ésta es la continuación de la política por otros medios. Lenin, leyó con agrado a Clausewitz, y sacó la consecuencia acertada; las guerras de las potencias occidentales son la continuación de su política capitalista. El imperialismo es la continuación necesaria del capitalismo. Y a esto debía oponerse una guerra igualmente política; la guerra revolucionaria era la continuación de la política revolucionaria. Si la guerra revolucionaria sería la guerra popular, el pueblo era el origen y el fin de ella. En consecuencia, el maoísmo abordará primero los corazones y mentes de los campesinos. Eliminará maestros, médicos e intelectuales. Y caerá sobre los campesinos con todo el peso ideológico de la revolución; adoctrinamiento, propaganda, organización: “Debemos ayudar a las masas a comprender que nosotros representamos sus intereses y que nuestro aliento se funde con el suyo. Debemos ayudarlas a que, partiendo de estas cosas, lleguen a comprender las tareas aún más elevadas que hemos planteado, las de la guerra revolucionaria, de manera que apoyen la revolución, la extiendan a todo el país, respondan a nuestros llamamientos políticos”(”Preocupémonos de las condiciones de vida de las masas”, discurso de enero 1934)
Tanto Lenin, padre de la revolución, como Mao, padre de la guerra revolucionaria, tenían claros ambos principios; adaptación de la guerra a las circunstancias, preeminencia de la política revolucionaria. Ello, unido a una violencia y un desprecio por la vida humana repulsivo, les proporcionó el triunfo esperado. Captaron que ambas leyes no eran optativas; constituían la condición de posibilidad para el triunfo revolucionario.
Guevara: cortocircuito China-Cuba: Cuba sólo era China en la mente ciega de los comunistas hispanoamericanos. A finales de los cincuenta, el régimen de Batista había comenzado a caer en desgracia, sin empujón revolucionario alguno. El descontento ante el régimen era generalizado; la crisis económica y la corrupción generalizada, la oposición entre las clases urbanas ilustradas cada vez más poderosa.
Ironía estratégica o casualidad histórica, la guerrilla castrista no fue ni el único ni el más importante factor de la caída de Batista. No fueron Castro y Guevara quienes acabaron con el dictador; desde los estudiantes hasta los empresarios, la oposición al dictador lo había sentenciado de antemano, situado en una cuesta debajo de seguro resultado. En 1959, el régimen de Batista era un régimen en descomposición, que se desmoronaba poco a poco. Sin el profundo descontento urbano, sin el abandono y la hostilidad crecientes de las clases medias de La Habana, Batista hubiese acabado con los insurrectos del Granma sin demasiado esfuerzo.
Descomponiéndose desde arriba y desde las ciudades, la lucha antirrevolucionaria estaba llamada al fracaso; la guerrilla castrista se “enfrentó” a un ejército desmotivado y pésimamente armado. Al ejército parecían afectarle los mismos males que afectaban al régimen. Las deserciones y traiciones parece ser que fueron frecuentes. Los enfrentamientos en la sierra con los guerrilleros fueron más bien escaramuzas de escasa entidad; el tren blindado de Santa Clara tenía poco de blindado, y sus soldados desertaron a la menor ocasión, sin defenderlo. Pese a la propaganda castrista, los hechos parecen ser tozudos; el ejército cubano era, en 1959, una institución en disolución.
Así las cosas, la lección histórica para el revolucionario debiera haber sido evidente; políticamente, no fue ella la que acabó con el régimen de Batista. Estratégicamente, no luchó una verdadera guerra contra un enemigo digno, sino contra una caricatura militar. Ni los revolucionarios vencieron militarmente a las fuerzas del Estado cubano ni la población estaba rendida ideológicamente a los hombres de Castro. Un mínimo de prudencia exigiría en el revolucionario una lectura realista de la situación; una adhesión temporal de las masas, una oposición al régimen que sobrepasaba a los castristas exigirían una mezcla de brutalidad y fintas políticas institucionales que quizá sólo Fidel Castro sí entendió y perpetuó hasta nuestros días.
Pero ciego de ideología, ebrio de poder y de popularidad, Ernesto Guevara no pudo sacar las consecuencias que el revolucionario chino o soviético, realista a más no poder, hubiera sacado en su lugar. En primer lugar, ignoró las consecuencias particulares de Cuba; los menos de cien guerrilleros que desembarcaron del Granma nada tenían que ver con los soviets o el Partido Comunista Chino, la victoria de los barbudos de Sierra Maestra fue más bien la derrota de su oponente; nada que ver con las salvajes guerras civiles rusa y china. En estas circunstancias, el peor error posible sería sacar de la experiencia cubana una lección revolucionaria universal. Guevara lo cometió, y además cometió el segundo; creyó que la guerra que ellos desencadenaron se bastaba para suplir la política revolucionaria, que, de todas formas, se desarrollaba en su versión más democrática en las ciudades cubanas. Incapaz de entender esta sencilla experiencia, alumbró uno de los conceptos estratégicos más desafortunados, criminales y suicidas de la historia: el foquismo.
Foquismo: violencia, principio y fin :Revolucionario de póster y alocución radiada, Guevara se situaba a años luz del genio estratégico revolucionario. Pensó en primer lugar que la guerrilla cubana era el modelo teórico a seguir, con independencia de las condiciones históricas, del tiempo y del espacio. En consecuencia, adaptó las circunstancias cubanas a sus deseos, ignoró las circunstancias en las que se produjo la caída de Batista y buscó adaptar la realidad a su “teoría” estratégica. Ebrio de victoria, creyó que la caída de Batista era fruto de la lucha desarrollada por los comunistas cubanos, y que la política surgía de la victoria militar.
Con orgullo y soberbia política, a la vez que con incompetencia estratégica, alumbró el concepto de “foquismo”; “No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas”, escribía en “La Guerra de Guerrillas”. Ni Mao ni Lenin habrían firmado jamás un sinsentido estratégico, lo que no les impidió en ningún momento comprender que la problemática de la relación entre teoría y práctica se superaba con el uso máximo de la violencia.
¿Debe el revolucionario esperar inmóvil que las condiciones para la revolución maduren?¿debe acelerar o provocar el estallido violento? Más allá de la filosofía, Lenin introdujo su despiadado realismo de político revolucionario; reconocer que el proceso de espera no puede ser ad-infinitum, y que la historia no la hace sólo el materialismo dialéctico, sino la voluntad humana. La revolución soviética dice mucho del genio político y estratégico leninista; en Rusia no se daban todas las condiciones, pero se daban las condiciones necesarias para que la violencia revolucionaria hiciese el resto. Condiciones no filosóficas, sino históricas y estratégicas; un gobierno débil, una sociedad desordenada y unas fuerzas de choque rojas perfectamente adoctrinadas y preparadas. Suficiente.
El uso de la violencia para agravar las condiciones no era nueva, a condición de que las condiciones, entre los propios y el enemigo, existan. Espiral típicamente revolucionaria, que Mao había usado bien, con una salvedad que Guevara nunca acertó a intuir: La espiral acción-represión-acción tenía como condición la conciencia de su condición estratégica; ella en sí misma agudizaba la violencia revolucionaria, pero no la creaba. La represión sobre el campesinado chino se producía con éste ya lo suficientemente politizado, adoctrinado, entregado a las manos de los profesionales de la revolución. El campesino asiático creía ya en la represión antes de que ésta se desencadenara sobre él, o al menos creía que el guerrillero era superior al soldado japonés. La victoria, de hecho, empezaba cuando el campesino formaba parte ya, moralmente, del movimiento maoísta. Condición que de ninguna manera puede crear en sí misma la acción guerrillera.
Ernesto Guevara jamás se paró a pensar en lo que Sun Tzu, Clausewitz, Lenin o Mao tenían por fundamental. Ignoró en todo momento esta preeminencia de la política revolucionaria sobre la guerra revolucionaria, y puso la violencia en primer plano; creyó que la política seguiría de mal o buen grado al estallido violento. Con una escasa coherencia argumental, utilizó el lenguaje de los revolucionarios europeos y asiáticos para hacer algo que éstos hubiesen despreciado profundamente:
Naturalmente, cuando se habla de las condiciones para la revolución no se puede pensar que todas ellas se vayan a crear por el impulso dado a las mismas por el foco guerrillero. Hay que considerar siempre que existe un mínimo de necesidades que hagan factible el establecimiento y consolidación del primer foco. Es decir, es necesario demostrar claramente ante el pueblo la imposibilidad de mantener la lucha por las reivindicaciones sociales dentro del plano de la contienda cívica. Precisamente, la paz es rota por las fuerzas opresoras que se mantienen en el poder contra el derecho establecido (“La Guerra de Guerrillas, capítulo I)
Guevara usa un lenguaje revolucionario, pero introduce una variable escasamente marxista: la violencia como principio y punto central de la política, como origen, desde sí misma y sólo desde sí misma, de lo político. En términos estrictos, Guevara fue un belicista. Se situaba así más cercano al belicismo de Luddendorf o Hitler que al totalitarismo revolucionario; la violencia se convertía en la madre de todas las cosas, el origen de toda la política revolucionaria. Pero a diferencia de éstos, nunca tuvo la posibilidad de lograr éxitos, siquiera temporales; sobreestimó también su propia fuerza, insuficiente en todo momento para lograr cualquier tipo de victoria.
Construyó sobre sí, con el aplauso de la izquierda europea, una teoría estratégica dogmática y criminal. Dogmática porque creó un modeló teórico dogmático que ni Mao ni Lenin hubiesen firmado, el del carácter eterno del modo cubano de lucha. Criminal porque propugnaba, abiertamente, el uso de la violencia sin ningún sentido ni finalidad más allá de los libelos propagandísticos del argentino. Guevara creó que sembrar la semilla de la violencia en cualquier parte del mundo sería suficiente para que prendiera la política revolucionaria. Ni siquiera ocurrió en Cuba, donde la violencia guerrillera se insertó en un clima político de descomposición del régimen de Batista. Clima que Guevara fue incapaz de observar, apropiándose para sí y los suyos la caída en desgracia del dictador.
Bolivia o no sacar las consecuencias necesarias: Aún tuvo Guevara una primera oportunidad de enmendar una teoría estratégica estrambótica; la aventura en El Congo. En la selva todos los errores que podría reconocer cualquier revolucionario mundial se mostraron empíricamente a Guevara. En primer lugar, en nada se parecían las circunstancias congoleñas a las circunstancias cubanas, aquellas que Guevara había creído que eran universales. El ejército congoleño estaba bien preparado, armado y entrenado que el de Batista. Bien dirigido por militares y mercenarios europeos, con tácticas profesionales. Los nativos congoleños vivían demasiado alejados del poder como para preocuparse demasiado de éste, y miraron desde el principio con desconfianza y lejanía a los aventureros cubanos que perturbaban sus vidas. Y cuando se unían a éstos, lo hacían siguiendo sus propias reglas militares, que ni eran reglas ni eran militares.
En segundo lugar, nadie en El Congo sabía exactamente qué hacían unos extranjeros, disfrazados de guerrilleros, de selva en selva. En su “biografía del Che” (Edit. Dastin, Madrid, 2004), cuenta Fernando Díaz Villanueva como Kabila, supuesto aliado, le ninguneó hasta el final, y los enfrentamientos con las tropas congoleñas se saldaron con derrotas y fracasos. No sólo anduvo perdido por la selva; Guevara trató empecinadamente de prender fuego a un foco guerrillero sin que existiera una sola condición política adecuada, y sin que considerara necesario llevarla a cabo. En consecuencia, su fracaso fue inapelable. Sólo su fe en una doctrina equivocada le mantuvo unos meses en las selvas congoleñas.
De derrota en derrota, tampoco Guevara sacó las conclusiones pertinentes de su experiencia en las orillas del lago Tanganica. Si se mostró incapaz de sacar las conclusiones pertinentes del caso cubano, menos aún fue capaz de sacarlas del Congo. Díaz Villanueva revela como repartió culpas entre los congoleños y sus propios compañeros. Sea como fuere, siguió considerando el caso cubano como un caso universal, y despreciando el trabajo político como condición revolucionaria indispensable. Ni corto ni perezoso volvió a repetir los mismos errores en Bolivia, pero esta vez lo hizo aún peor; desconocía aún más las circunstancias particulares del país, y despreció aún más la política como hilo conductor de la violencia.
En Bolivia, el gobierno de Barrientos gozaba de cierta popularidad social. Su política incluía reformas agrarias, nacionalizaciones. No era un gobierno medieval como el congoleño, ni en descomposición como el de Batista. Las condiciones sociales estaban lejos de ser las que Guevara consideraba aptas para desarrollar el foco insurreccional. Por supuesto, el activista no sopesó el carácter misionero del revolucionario; pretendió suplir la educación, la propaganda y el adoctrinamiento por las escaramuzas en la frontera entre Bolivia y Brasil.
Incluso los dirigentes del Partido Comunista de Bolivia miraron con desconfianza a Guevara; la desconfianza se tornó en hostilidad. Si Kabila despreció a Guevara, el PCB acabó tomándolo como un enemigo. Castro y Guevara iniciaron el proceso subversivo en Bolivia teniendo en frente al mismo dirigente del comunismo boliviano, Mario Monje. Un vistazo a la situación exigiría al menos, una estrategia totalmente diferente a la desarrollada en Cuba años atrás. Guevara ni lo pensó.
Despreciando la primacía de la política, las “operaciones militares” -marchas de reconocimiento y de aprovisionamiento-, se llevaron a cabo al margen y por encima de la población. Los pocos campesinos con los que se cruzaban los guerrilleros guevaristas o pasaban de largo o les denunciaban a las fuerzas de seguridad. El argentino pagó demasiado cara su incapacidad estratégica; su muerte en la Quebrada del Yuro resultó fruto de la inconsciencia del soldado, el desconocimiento del comandante y la incapacidad del político.
Entre noviembre de 1956 y octubre de 1967, la reflexión estratégica de Guevara fue errónea incluso para el revolucionario más ideologizado. Extrajo de Cuba la peor conclusión posible, la que ni Lenin ni Trostky ni Ho Chi Minh sacarían jamás; considerar que la actividad guerrillera allí desarrollada tenía carácter universal, y considerar que la derrota de Batista era producto de la actividad violenta comunista. Dos errores, que tenían que desembocar en el ridículo congoleño; la incapacidad militar por un lado, y la ausencia política, por otro.
En Bolivia se mostraron de manera trágica las limitaciones estratégicas de Guevara; la incapacidad de adaptar la política revolucionaria a las circunstancias históricas de cada lugar, y la necesidad imperiosa de que la política revolucionaria precediera a la guerra revolucionaria. Su más conocida frase, “Crear dos, tres... muchos Vietnam” resume sus dos erróneos principios; el dogmatismo teórico y el belicismo más salvaje. Ambos le llevaron a la tumba. A él, a sus seguidores y a demasiadas de sus víctimas, ejecutadas a sangre fría por él mismo, en nombre de una ideología criminal y de una incapacidad estratégica importante.
Construyó sobre sí, con el aplauso de la izquierda europea, una teoría estratégica dogmática y criminal. Dogmática porque creó un modeló teórico dogmático que ni Mao ni Lenin hubiesen firmado, el del carácter eterno del modo cubano de lucha. Criminal porque propugnaba, abiertamente, el uso de la violencia sin ningún sentido ni finalidad más allá de los libelos propagandísticos del argentino. Guevara creó que sembrar la semilla de la violencia en cualquier parte del mundo sería suficiente para que prendiera la política revolucionaria. Ni siquiera ocurrió en Cuba, donde la violencia guerrillera se insertó en un clima político de descomposición del régimen de Batista. Clima que Guevara fue incapaz de observar, apropiándose para sí y los suyos la caída en desgracia del dictador.
Bolivia o no sacar las consecuencias necesarias: Aún tuvo Guevara una primera oportunidad de enmendar una teoría estratégica estrambótica; la aventura en El Congo. En la selva todos los errores que podría reconocer cualquier revolucionario mundial se mostraron empíricamente a Guevara. En primer lugar, en nada se parecían las circunstancias congoleñas a las circunstancias cubanas, aquellas que Guevara había creído que eran universales. El ejército congoleño estaba bien preparado, armado y entrenado que el de Batista. Bien dirigido por militares y mercenarios europeos, con tácticas profesionales. Los nativos congoleños vivían demasiado alejados del poder como para preocuparse demasiado de éste, y miraron desde el principio con desconfianza y lejanía a los aventureros cubanos que perturbaban sus vidas. Y cuando se unían a éstos, lo hacían siguiendo sus propias reglas militares, que ni eran reglas ni eran militares.
En segundo lugar, nadie en El Congo sabía exactamente qué hacían unos extranjeros, disfrazados de guerrilleros, de selva en selva. En su “biografía del Che” (Edit. Dastin, Madrid, 2004), cuenta Fernando Díaz Villanueva como Kabila, supuesto aliado, le ninguneó hasta el final, y los enfrentamientos con las tropas congoleñas se saldaron con derrotas y fracasos. No sólo anduvo perdido por la selva; Guevara trató empecinadamente de prender fuego a un foco guerrillero sin que existiera una sola condición política adecuada, y sin que considerara necesario llevarla a cabo. En consecuencia, su fracaso fue inapelable. Sólo su fe en una doctrina equivocada le mantuvo unos meses en las selvas congoleñas.
De derrota en derrota, tampoco Guevara sacó las conclusiones pertinentes de su experiencia en las orillas del lago Tanganica. Si se mostró incapaz de sacar las conclusiones pertinentes del caso cubano, menos aún fue capaz de sacarlas del Congo. Díaz Villanueva revela como repartió culpas entre los congoleños y sus propios compañeros. Sea como fuere, siguió considerando el caso cubano como un caso universal, y despreciando el trabajo político como condición revolucionaria indispensable. Ni corto ni perezoso volvió a repetir los mismos errores en Bolivia, pero esta vez lo hizo aún peor; desconocía aún más las circunstancias particulares del país, y despreció aún más la política como hilo conductor de la violencia.
En Bolivia, el gobierno de Barrientos gozaba de cierta popularidad social. Su política incluía reformas agrarias, nacionalizaciones. No era un gobierno medieval como el congoleño, ni en descomposición como el de Batista. Las condiciones sociales estaban lejos de ser las que Guevara consideraba aptas para desarrollar el foco insurreccional. Por supuesto, el activista no sopesó el carácter misionero del revolucionario; pretendió suplir la educación, la propaganda y el adoctrinamiento por las escaramuzas en la frontera entre Bolivia y Brasil.
Incluso los dirigentes del Partido Comunista de Bolivia miraron con desconfianza a Guevara; la desconfianza se tornó en hostilidad. Si Kabila despreció a Guevara, el PCB acabó tomándolo como un enemigo. Castro y Guevara iniciaron el proceso subversivo en Bolivia teniendo en frente al mismo dirigente del comunismo boliviano, Mario Monje. Un vistazo a la situación exigiría al menos, una estrategia totalmente diferente a la desarrollada en Cuba años atrás. Guevara ni lo pensó.
Despreciando la primacía de la política, las “operaciones militares” -marchas de reconocimiento y de aprovisionamiento-, se llevaron a cabo al margen y por encima de la población. Los pocos campesinos con los que se cruzaban los guerrilleros guevaristas o pasaban de largo o les denunciaban a las fuerzas de seguridad. El argentino pagó demasiado cara su incapacidad estratégica; su muerte en la Quebrada del Yuro resultó fruto de la inconsciencia del soldado, el desconocimiento del comandante y la incapacidad del político.
Entre noviembre de 1956 y octubre de 1967, la reflexión estratégica de Guevara fue errónea incluso para el revolucionario más ideologizado. Extrajo de Cuba la peor conclusión posible, la que ni Lenin ni Trostky ni Ho Chi Minh sacarían jamás; considerar que la actividad guerrillera allí desarrollada tenía carácter universal, y considerar que la derrota de Batista era producto de la actividad violenta comunista. Dos errores, que tenían que desembocar en el ridículo congoleño; la incapacidad militar por un lado, y la ausencia política, por otro.
En Bolivia se mostraron de manera trágica las limitaciones estratégicas de Guevara; la incapacidad de adaptar la política revolucionaria a las circunstancias históricas de cada lugar, y la necesidad imperiosa de que la política revolucionaria precediera a la guerra revolucionaria. Su más conocida frase, “Crear dos, tres... muchos Vietnam” resume sus dos erróneos principios; el dogmatismo teórico y el belicismo más salvaje. Ambos le llevaron a la tumba. A él, a sus seguidores y a demasiadas de sus víctimas, ejecutadas a sangre fría por él mismo, en nombre de una ideología criminal y de una incapacidad estratégica importante.
Óscar Elía Mañú es Analista del GEES en el Área de Pensamiento Político.
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