6/10/07

El Che Guevara en La Cabaña.

José Vilasuso Rivero.

En 1997 aproximadamente recibí noticias sobre Richard Dido, ensayista suizo admirador del Che Guevara y autor de Biografía del Che. En ese año a fin de enriquecer aportaciones sobre el guerrillero argentino me permití acotar informes alternos pertinentes que han recorrido el mundo y hoy continúan siendo solicitados, especialmente luego de la publicación del artículo La Máquina de Matar rubricado por Alvaro Vargas Llosa en "New Republic", julio 11, 2005, así como el video Anatomía de Un Mito de Pedro Corzo, Instituto de la Memoria Histórica de Cuba. A su vez me llegan testimonios y materiales relacionados con dichos acontecimientos que se revisten de indiscutible valor histórico, acrecen nuestro archivo, consolidan criterios, y se abren a debate, esclarecimiento y divulgación. En observación a recientes peticiones cabe anotar nuestra admiración a uno de los libros más objetivos publicados en torno a Guevara, Biografía del Che de Carlos Castañeda cuyos aportes tal vez podrían enriquecerse con nuevos datos sobre la etapa que aquí describo.
En enero de mil novecientos cincuenta y nueve trabajé a las órdenes del conocido dirigente revolucionario argentino en la Comisión Depuradora, Columna Ciro Redondo, fortaleza de La Cabaña, La Habana. Recién graduado de La facultad de Derecho en la Universidad de La Habana y con el entusiasmo propio de quien, de repente ve a su generación subir al poder. Hasta el momento mi ubicación social había sido humilde y las aspiraciones de alcanzar posiciones sobresalientes en nuestro país ni figuraron en mi agenda. Pero en poco tiempo la revolución transformó el panorama nacional radicalmente. Tuve diversas oportunidades para comenzar con augurio optimista el desempeño de la abogacía. De la noche a la mañana me descubrí convertido en alguien a quien se solicitaba, se le hacían consultas y podía conceder favores. Un cambio inolvidable en el recuento de vivencias. De esta manera formé parte integrante del cuerpo instructor de causas por delitos cometidos durante el gobierno anterior; asesinatos, malversaciones, torturas, delaciones, etc. Era el ejercicio de la profesión letrada en su aspecto más complejo, el crimen político. Por mi escritorio pasaron las expedientes de acusados como el comandante Alberto Boix Coma, quien reportaba los partes de campaña gubernamentales y Otto Meruelo, periodista; ambos ostentaban cierta actualidad en el devenir del momento. Aunque la mayoría de los encartados a mi cargo eran militares de baja graduación, y funcionarios públicos sin relieve ni carisma, a muchos de los cuales ni siquiera tuve ocasión de conocer personalmente. El cuerpo legal en que nos debíamos basar era la Ley de la Sierra, en puridad se trataba de una corte marcial sustentada por hechos; los principios y doctrina jurídica no eran tenídos en cuenta, el informe del oficial investigador constituía cosa juzgada y por consiguiente el espacio para aplicar libremente los instrumentos de derecho quedaba fuera de nuestro alcance. Desde sus inicios, nuestras atribuciones estaban carentes de información pertinente sobre los encartados, así como de las naturales circunstancias adjuntas a las acusaciones. Hablo de los atenuantes y agravantes de cada caso, por ejemplo; elementos a considerar pues la mera tenencia de la causa entre las manos no permitía adelantar estimados confiables sobre las responsabilidades alegadas. El mero olor de aquellos expedientes hacia intuir la ausencia de hechos contundentes que permitieran forjarse un criterio sano sobre la culpabilidad o inocencia de los encartados, mucho menos de factores adyacentes imprescindibles al instante de juzgar conductas humanas. Pero más inusual aun parecía la posibilidad de aportar criterios, pruebas, u otros mecanismos legales, e incluso el simple manejo de los casos imposibilitaba usar un mínimo de independencia u opiniones propias. Iniciativas como proponer testigos no incluidos en la causa, o dialogar con el abogado defensor aparecían como inaceptables y de intentarlo nunca cuajarían. Se trabajaba con presunciones y sobreentendidos a los cuales echar el ojo clínico. Cada miembro del tribunal debía intuir las reglas del juego.
Por su parte los testigos que mejor recuerdo fueron invariablemente presentados por el ministerio fiscal, es decir en calidad de acusadores. En su mayoría eran jóvenes fogosos, revanchistas, ilusos o deseosos de ganar méritos revolucionarios. Durante escasos interrogatorios privados que pude sostener, apenas se lformulaban par de preguntas definitorias los testigos solían verse desconcertados, huidizos o en no pocos casos comenzaban a poner en remojo sus dichos. No esperaban enfrentarse a profesionales que en vez de aceptar sus acusaciones las cuestionaban y pedían aclaraciones. Retengo la impronta de un teniente apellidado Llivre, de acento oriental, estudiante del Instituto de Segunda Enseñanza de Santiago de Cuba que una mañana de pie ante nuestros escritorios vehementemente nos exhortaba. “No se detengan. Hay que dar el chou, traer de testigos a revolucionarios de verdad, que se paren ante el tribunal y pidan a gritos; justicia, justicia, paredón, esbirros… Esto mueve a la gente”. En la misma dirección el entonces comisionado por Marianao, una vez nos recriminó, “a estos hay que arrancarles la cabeza, a todos”.
De inicio componíamos los tribunales letrados civiles y mayormente militares, bajo la dirección del capitán Mike Duque Estrada, los tenientes, Sotolongo, Estévez, Rivero que terminó loco y los fiscales Tony Suárez de la Fuente, Pelayito apellidado “paredón o charco de sangre,” aunque este apodo se le endilgaba entre muchos a cualquiera de nosotros, quienes sin embargo en su casi totalidad más tarde nos ausentamos del lugar y desertamos a causa de las discrepancias pronto a la vista. Posteriormente nuestras posiciones fueron ocupadas por aforados sin instrucción legal, pero incondicionales al régimen. Hubo familiares de víctimas del anterior gobierno a quienes cupo juzgar a sus victimarios. Cuestión espinosa desde el punto de vista de la objetividad que a todo juez es exigible. Entre ellos figuraba el capitán Oscar Alvarado, cuyo corajudo hijo Oscarito, fuera ultimado por la policía del régimen anterior en las acciones de la Ambar Motors en La Habana en 1958. Entre las varias anécdotas se destacan sus frecuentes paseos frente a las celdas de los confinados próximos a ser sometidos al tribunal. Alvarado levantaba la cabeza y como fijando la mirada en el vacío repetía: Oscarito, Oscarito…Pero Oscar Alvarado - dentro de las circunstancias - dejó un rastro de cordura y equidistancia a la hora de dictar sentencias. Era un hombre alto, rubio, elegante y casi nunca reía. A toda hora solicitado y a ratos lo observábamos dando muestras de abrumamiento y un pesar profundo. Alvarado como tantos de nosotros a los pocos días de trabajar en la Comisión hablábamos con la mirada, respiración entrecortada y gestos mudos.
El primer procesado que tuve ante mis ojos se llamaba Ariel Lima, era menor de edad, casi un niño, razón por la que se intentó salvarle la vida. Pero era un antiguo revolucionario pasado al bando gubernamental, junto con otros aforados y por consiguiente su suerte estaba echada; vestía de preso, lo vi esposado y los dientes le castañeteaban de fiebre o terror. Me pasó por un lado triste y cabizbajo custodiado por un guardia; luego estando tras las rejas, me hizo una mueca como de “ya me ves, aquí estoy… Haz algo por mí”.
Años más tarde de manera personal viví el otro lado de esta experiencia, ahora como abogado defensor. Fue un cambio de perspectivas aleccionador y saludable que completó mis verdes conclusiones de aquellos primeros momentos permitiéndome conocer la otra cara de la moneda. La capacidad profesional ahora se reducía a visitar el preso: traerle recados, ropa o alimentos de sus familiares; poco antes del juicio repasar la causa, aceptar los cargos, y en vista de las malas orientaciones que seguramente el acusado recibió, que la revolución generosa le disminuyera la petición del señor fiscal. Si pena capital, treinta años…
Por los días iniciales del proceso revolucionario Ernesto Guevara era visible con su boina negra, tabaco ladeado, rostro cantinflesco, y brazo en cabestrillo. Estaba sumamente delgado y en el hablar pausado y frío, dejaba entrever cierta “posse” de eminencia gris y total sujección a la teoría marxista. Era una personalidad sobresaliente y decidida. Su liderato no se ponía en duda. Se expresaba con timbre del hombre que lee y ha acumulado vivencias profundas, variopintas y fuera de lo común. Su prestancia exterior era simpática, de figura legendaria y dejaba caer la sensación de alguien que tomaba en serio sus funciones. Todos en La Fortaleza hablaban de él, para muchos era un enigma, otros lo citaban con reserva, terceros callaban. En su despacho habitualmente se reunían personas de diversas procedencias y no pocos visitantes extranjeros discutiendo acaloradamente sobre la marcha de la revolución; asunto que parecía absorberlos por completo. Nunca tuvo empacho en preguntar, cuestionaba todo lo que le parecía reñido o incompatible con su ideario. Dejaba entrever cierta curiosidad por conocernos personalmente y que habláramos a calzón quitao. Creo que adivinaba el choque inevitable. A continuación tomaría buena nota de las respuestas no a su gusto. Su conversación solía cargarse de ironía, nunca - estando yo presente - mostró alteración del temperamento y aunque escuchaba a todos, y hasta admitió objeciones, tampoco atendía excesivos criterios dispares. Era como pan comido que no le quitaba el sueño. Nunca traspasó la barrera propia de su política. Luego de las discrepancias a más de un colega lo amonestó en privado, en público a todos: su consigna era de dominio público. “No demoren las causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses; el mundo cambia, las pruebas son secundarias. Hay que proceder por convicción. Sabemos para qué estamos aquí. Estos son una pandilla de criminales, asesinos, esbirros... Yo los pondría a todos en el paredón y con una cincuenta ratatatatata… a todos.
Por encima existía un Tribunal de Apelación en plenas funciones, pero nunca declaró con lugar un recurso, confirmaba las sentencias de oficio y su presidente era el comandante Ernesto Guevara Serna.
Las ejecuciones tenían lugar de madrugada. Una vez dictado el fallo, no pocos familiares y allegados estallaban en llantos de horror, súplicas de piedad para sus hijos, esposos etc. La desesperación, el delirio y el miedo cundían por la sala estremeciendo a la guarnición de La Fortaleza quienes al amanecer del siguiente día desvelados contaban en detalle lo sucedido. Los relatos de cuadros inolvidables recogidos entre los moradores de La Cabaña forman voluminosos legajos de verdades desconocidas y algunas perdidas para siempre. La palabra de orden se repetía: “mañana pido mi traslado”. Al concluir los juicios a numerosas mujeres hubo que sacarlas a la fuerza del recinto, y era necesario apresurarse pues las descargas y gritos pronto iban a retumbar por los patios amurallados multiplicando sus efectos indefinidamente. Luego de la sentencia el próximo paso era la capilla ardiente donde por vez postrera los familiares se abrazaban unidos por el dolor. Aquellos abrazos por minutos parecían preludiar un largo viaje. Su contenido no estaba al alcance de mis 26 años aun pletórico de ardores e inexperiencia ante la realidad de la muerte, sobre todo la muerte violenta. Los sentimientos aflorados revestían rasgos de humanidad muy ajenos a las causas de aquellas ejecuciones al consumarse; no obstante aun no había digerido la experiencia en toda su intensidad. Aparte de la cuestionabilidad de la pena capital y en particular las condiciones en que allí se aplicaba. Al contemplar los últimos minutos de un ser humano en este planeta, es imposible y desgarrador admitir que todo concluya ahí. La existencia es preciosa y persiste en evolución; troncharla traspasa todo derecho. Al revaluar todo esto, hoy estoy seguro de que existe algo más allá y más justo para los caídos. Pero entonces yo como muchos colegas bisoños aun no podíamos sobrepasar al hombre sobre el uniforme. Costó tiempo, casos patéticos y abundantes lágrimas derramadas para despojarlos de su filiación y al final reconocerles la condición de víctimas. No otra imagen despedían al dirigirse al paredón rodeados por los soldados verde olivo; el catálogo de sus reacciones proveería de ricos materiales para unas cuantas historias realistas. Hubo condenados que se resistieron a admitir la pena hasta el minuto mismo de la descarga, otros iban anonadados, trémulos, abismados, arrastrando los pies; un policía como última merced solicitó que le dejaran orinar; varios sentenciados ese día conocieron qué era un sacerdote, más de uno murió proclamando “soy inocente”. Un bravo capitán dirigió su propia ejecución. Presenciar los pormenores y secuelas de aquella matanza a manos de reclutones, o verdaderos profesionales como el capitán Herman Marks exconvicto oriundo de Ohio, a quien se atribuían envidiables ganancias, dado el número de tiros de gracia a él asignados. En resumen fue un trauma que me acompañará toda la vida y tengo por misión divulgar a los cuatro vientos. Los acontecimientos verdaderamente serios presenciados no merecen ocultarse por dolorosos que resulten, so pena de privar a la sociedad de sus fuentes de conocimiento. Durante aquellos meses los muros del imponente castillo medieval obra de Juan Bautista Antonelli recogieron los ecos de las marchas rítmicas en pelotón, rastrillar de los fusiles, voces de mando preventivas y ejecutivas, el retumbar de la fusilería, los aullidos lastimeros de los moribundos, el vocinglerío de oficiales y guardias al ultimarlos. Exclamaciones multisonantes que superan los imaginarios más fecundos de crueldad y fantasía. Llantos que se confunden con risas histéricas, pues los llantos y las risas se pueden tocar. Más tarde el silencio macabro cuando todo se había consumado.
Frente al paredón huellado hondamente por las balas, atados al poste quedaban los cuerpos agonizantes, tintos en sangre y paralizados en posiciones indescriptibles; manos crispadas, expresiones adoloridas, de estupefacción, quijadas desencajadas, un hueco donde antes hubo un ojo. La mayoría de los cadáveres quedaban con el busto de bruces, la cabeza destrozada y sesos al aire a causa del tiro de gracia.
Al transcurso del tiempo las huellas de las balas permanecen horadando el paredón a la altura del pecho y garganta de la estatura de un hombre promedio. Un examen minucioso de esas huellas, luego de escrupuloso estudio matemático permitirá calcular con acierto, el número de descargas allí consumadas. De lunes a viernes se fusilaban entre uno, ninguno y hasta siete prisioneros por jornada; fluctuando la cantidad conforme a las protestas diplomáticas e internacionales, o las frecuentes dilaciones por falta de convicción por parte del tribunal. Las penas capitales estaban reservadas a Fidel, Raúl, Che y en casos menores al tribunal, o alguna que otra al partido comunista. Cada integrante de pelotón cobraba quince pesos por ejecución y era considerado combatiente. A los oficiales les correspondían veinticinco. Posteriormente como estímulo a los servicios revolucionarios se aumentó la paga. En la provincia de Oriente se aplicaron penas máximas sumarísimas y profusamente; pero no poseo cifras confiables. Presumo que algunos cálculos aparecidos en la prensa son exagerados. Las sanciones sumarias aplicadas en la provincia de Las Villas alcanzan un número muy inferior. Aunque en total en La Cabaña, hasta el mes de julio de aquel año, debieron ejecutarse algo menos de trescientos reos, más un número indefinido de condenas hasta de 30 años de prisión, producto en suma de una lucha en que murieron unas cuatro mil personas entre ambos bandos.
En contraste como resultado de la Segunda Guerra Mundial, donde entre bajas en frentes de batalla, en tierra, mar y aire; campos de concentración, etc, se calculan cuarenta millones de víctimas. En los procesos de Neurenberg la pena capital únicamente se aplicó a doce criminales de guerra, Martín Borman escapó y posteriormente otros tres o cuatro casos fueron ajusticiados en Israel. Tantos las ejecuciones en la Unión Soviética como las llevadas a efecto por los maquis franceses (marxistas) no figuran en dichos estimados, aunque sabemos que rompieron esquemas.
Estos datos sucintos serían útiles al señor Dido tanto en aras de cierto balance en el libro, como para ilustración personal en torno a su apologado. Parejamente no estarían demás para información complementaria de don Benicio del Toro a quien podrían ampliar datos fidedignos para la posteridad, cuando la vida le conceda más madurez. Aunque mayor urgencia requiere el conocimiento de este mensaje dirigido a Robert Redford productor del filme Diarios de Motocicletas en el que Guevara aparece en una interesante faceta de su vida prevolucionaria a la que nada se puede objetar. Sin perjuicio de lo que consumó cuando alcanzó la cúspide del poder.