10/10/07

El Carnicero de La Cabana

Che Guevara, cuarenta años después
Por Nicolás Águila


LiberPress- El Club de los Amigos Malos - Octubre de 2007- Un espectro recorre el mundo desde fines de los años 60: la foto de Ernesto "Che" Guevara. Su imagen, convertida en banderín de enganche de los jóvenes contestarios, ha sido reproducida hasta la náusea en pósters, camisetas, llaveros, bragas y calzoncillos. El mítico guerrillero se ha convertido en un fetiche de consumo, sin dejar de ser por ello una de las figuras señeras de la mitología revolucionaria.
Ernesto Guevara es venerado como un ser celestial, a pesar de su conocido papel de verdugo en el baño de sangre con que se inauguró la revolución castrista. El aventurero de origen argentino --que se ganó muy pronto la confianza de Fidel Castro al ofrecerse para la primera ejecución sumaria en la guerrilla de la Sierra Maestra-- entró en La Habana en 1959 con su leyenda guerrillera y su famosa estrella de comandante.
Inmediatamente se hizo cargo de la jefatura de La Cabaña, una tenebrosa fortaleza colonial donde fueron ejecutados centenares de reos, primero batistianos y después opositores anticastristas, condenados por contrarrevolucionarios en juicios sumarios sin las mínimas garantías procesales. La mayoría de ellos no llegaba a los 30 años.
Se sabe que algunos de los llamados tribunales revolucionarios llegaron a sentir remordimientos de conciencia a la hora de dictar sentencias de muerte o largas penas de prisión con base en acusaciones infundadas. Uno de ellos, presidido por el comandante Félix Pena, se atrevió a absolver por falta de pruebas a un nutrido grupo de pilotos de la fuerza aérea batistiana. Se negó a seguir el rumbo implacable de la "justicia revolucionaria", que mandaba juzgar "por convicción" y no por pruebas. El propio Fidel Castro se erigió en magistrado en jefe. Declaró la nulidad del juicio impecable y ordenó la formación de otro tribunal para "juzgar" de nuevo a los pilotos. Los condenaron esta segunda vez y el comandante Pena, abogado y guerrillero de la Sierra Maestra, terminó "suicidándose".
El Che Guevara no se andaba con esos remilgos. Frío y calculador, carecía de los escrúpulos primarios de Félix Pena. En su condición de máximo responsable de los fusilamientos en La Cabaña, exigía que en los juicios sumarios prevaleciera el celo militante por encima de cualquier consideración de orden jurídico. En las sentencias prefabricadas, que él mismo revisaba y aprobaba, no cabía el titubeo de la duda razonable ni ningún otro rezago de la "justicia burguesa".
Su divisa no era "en la duda, abstente", sino la de los tiempos de la Sierra Maestra: "ante la duda, mata". Sus órdenes, por otro lado, no siempre estaban exentas de esa "fina ironía" que cautivó a más de un intelectual a ambos lados del Atlántico. En ocasiones mandaba al paredón escribiendo esta nota breve y terminante: "Dale aspirina".
La macabra aspirina del Che cundió de tal modo que incluso se le llegó a aplicar a antiguos compañeros de armas. Por lo que quizás no estuviera del todo errado el poeta Roque Dalton cuando proclamó a todo pecho que "el socialismo es una aspirina del tamaño del sol." Tiempo después él mismo pudo comprobar en carne propia lo que es la aspirina socialista según la receta del doctor Guevara. Nada menos que sus propios camaradas de la guerrilla se lo pasaron sumariamente por las armas.
Otra frase atribuida al Che Guevara, "endurecerse sin perder la ternura", ha causado fascinación entre muchos latinoamericanos, tal vez por sintetizar la visión idealizada del bandolero gallardo, o por el atractivo que ejercen sobre las masas las cursilerías rotundas. Pero sobre todo, por no entenderse bien que "endurecerse" significa, en clave guevarista, aplastar sin piedad al adversario político. O dicho con las palabras que el propio Guevara usó para definir el papel de un buen revolucionario, endurecerse es convertirse en "una efectiva, violenta y selectiva máquina de matar a sangre fría".
Che Guevara alcanzó la categoría de mito porque encarnó las actitudes iconoclastas de una época turbulenta. Eran tiempos en que los jóvenes del mundo occidental combinaban el rock y la droga con la gamberrada política. Se forjaban nuevos ídolos representativos del radicalismo que marcó los años 60. La figura de Guevara les venía de perlas.
Su conversión en "héroe legendario" también se explica, desde luego, por el hecho de haber muerto relativamente joven en lo que suele verse como una aventura quijotesca. Pero más que nada, se debe al impacto de una foto que le tomaron siete años antes de su muerte, donde aparece con estampa de poeta romántico, muy al gusto de aquellos años hippies -- una de las pocas fotos suyas, por cierto, en que no sobresale su notable parecido físico con Cantinflas, el famoso cómico mexicano.
A 40 años de la muerte del Ché, sin embargo, la distancia histórica ofrece suficiente perspectiva crítica como para tirar la famosa foto en el mismo basurero adonde fue a parar la utopía fallida que le sirvió de marco. Pero la chemanía se resiste a desaparecer, estimulada por la frivolidad de la izquierda y por la falta de escrúpulos de los que comercian con la lucrativa imagen, convertida en un icono pop.
La idolatría del verdugo castrista es uno de esos contrasentidos de que se nutre el "ideario antimperialista". ¿Cómo entender a esos pacifistas que protestan contra la guerra de Irak al mismo tiempo que enarbolan la efigie de una figura que predicaba la violencia sistemática?
No es la ternura lo que se pierde, sino la cordura, cuando se le rinde culto a un personaje que se propuso imponer a tiros y bombazos su distopía sangrienta. La instantánea de Korda nos oculta la dimensión sanguinaria de ese espectro que recorre el mundo con todo el espanto de su monosílabo totalitario. Che, le dicen sus fans y seguidores. Los cubanos preferimos llamarlo El Carnicero de La Cabaña.