4/10/07

El verdadero Che Guevara

CARLOS ALBERTO MONTANER

El Nuevo Herald -25 de mayo de 1997 -Madrid - A los treinta años de su muerte hay cierta curiosa urgencia por saber quién fue realmente el Che Gevara, qué ideas se alojaban bajo su emblemática boina, o cómo era su peculiarísima visión del mundo. De ahí el aluvión de artículos que inunda la prensa y la media docena de biografías oportunamente puestas a la venta en todas las librerías del planeta. Es algo así como la exhumación del cadáver para practicar la autopsia definitiva. ``Chemanía'', le ha llamado a este fenómeno un periodista cubano. ¿Contribuye esta Chemanía a la mayor gloria del médico/guerrillero cubano-argentino? No lo creo. Al Che le iba mejor en los carteles que en los papeles que van apareciendo. Por un paradójico mecanismo de iconofagia, probablemente sin pretenderlo, el Che se apropió de la más reconocible imaginería cristiana y la puso al servicio de su cruzada revolucionaria. Ese es el secreto de la famosa foto de Korda, en la que aparece un Che vivo y conspirando, con aquella mirada desafiante de Cristo colérico después de arrojar a los mercaderes del templo, a la que luego se suma, su imagen final, ya muerto, con el torso desnudo, flaco, acostado en una mesa, con una expresión extrañamente plácida, como si acabaran de bajarlo de la cruz para descansar eternamente a la diestra de dios Lenin. Por eso los humilde campesinos bolivianos de la remota zona en la que lo ajusticiaron se apresuraron a rezarle y a ponerle flores a la fotografía. Ninguno lo ayudó en la aventura guerrillera, ninguno se le sumó, cien lo delataron, nadie entendía aquella rarísima jerigonza marxista-leninista, pero cuando una y otra vez aparecieron las imágenes en la prensa, funcionaron los viejos mecanismos reflejo de la idolatría. Dios te salve, Che Guevara. A los pocos meses de su muerte comenzaron a ponerle velas y a pedirle que le aliviara el dolor de vientre a la abuela postrada en una cama. Y para mayor inri, hasta desapareció el cadáver. El juicio histórico ha sido equivocadamente generoso con Guevara. La `Chemanía' ignora la crueldad, el dogmatismo, los fracasos del guerrillero. Con la prosa el asunto se ve desde otra perspectiva. El periodista Jon Lee Anderson, por ejemplo, acaba de publicar un magnífico tomazo de ochocientas páginas --Che: a revolutionary life-- absolutamente objetivo, en el que los abrumadores datos que revela y los testimonios que aporta, incluidos los de los familiares y amigos del Che, inevitablemente conducen a formular en cualquier lector imparcial una opinión muy negativa del aventurero argentino. ¿Cómo era la personalidad del Che? Fue, en esencia, una persona inteligente y amante de la lectura, a caballo entre el intelectual y el hombre de acción, pero --al mismo tiempo-- inflexible, rígida, petulante, dogmática, incapaz de admitir puntos de vista diferentes, siempre dispuesta a despreciar al adversario. De origen familiar absolutamente burgués, sin embargo le regocijaba escandalizar a su entorno social. Por su estudiado desaliño --se cambiaba de camisa una vez a la semana--, de joven mereció el calificativo de ``El Cerdo''. Odiaba tanto los convencionalismos, las jerarquías, la estratificación y las normas habituales de comportamiento que, sin advertirlo, acabó odiando los fundamentos mismos de la sociedad de su tiempo y se propuso participar activamente en su demolición. ¿Por qué era tan injusto y pernicioso el mundo en el que le había tocado vivir? ¿Por qué había tantos pobres y desheredados de la fortuna? La respuesta la encontró el Che Guevara en el catecismo de los revolucionarios latinoamericanos de su tiempo: la culpa la tenían los norteamericanos, el odiado imperialismo, y sus lacayos y aliados de la burguesía local. Y, naturalmente, cuando tales creencias encajaron en su peculiar sicología, se mezclaron con algunos simplistas papeles extraídos de la vulgata marxista, y fueron rematados con la certeza de que el planeta se movía hacia un radiante destino comunista, la consecuencia resultó inevitable: el Che devino un convencido estalinista de los pies a la cabeza. Tanto, que en algunas de sus cartas íntimas no vacila en firmar ``Stalin II''. Es cierto que a mediados de los 60, tras sus incursiones guerrilleras en Africa, el Che terminó por chocar públicamente con la Unión Soviética, pero --como se desprende del libro-- ese encontronazo fue por las malas razones, no por las buenas. Lo que el Che censuraba de Moscú no era la falta de libertad, ni los gulags, ni la minuciosa irracionalidad económica del sistema comunista, sino la falta de apoyo decidido a los movimientos revolucionarios armados. El Che jamás dijo o escribió una palabra de condena al totalitarismo, y mucho menos cuestionó las supuestas bondades del marxismo. Sus conflictos con la URSS --o los que tuvo con Castro-- siempre fueron de orden estratégico, nunca éticos, político-doctrinales. Era, y fue hasta su muerte, más estalinista que el propio Stalin. La observación es importante, porque la percepción general de la figura del Che ha sido mucho más benévola que la que, en verdad, merecía. ¿Por qué ese juicio extremadamente generoso? También por las malas razones. Porque fue un hombre valiente dispuesto a morir en defensa de sus creencias, algo que --por ejemplo-- también podía decirse de Hitler o de Mussolini. O porque fue un hombre honrado que no aceptó privilegios y siempre estuvo dispuesto al sacrificio, pero esa coherencia, que siempre es apreciable, sólo puede juzgarse en relación con los objetivos que se obtienen y con los medios que se utilizan. La reciente guerra civil en lo que fuera Yugoslavia está llena de ejemplos de abnegados patriotas serbios que lo sacrificaron todo, incluida la vida, con el objeto de aniquilar con la mayor saña posible a sus enemigos bosnios. El ``caso'' del Che debe servir, precisamente, para aprender la más importante lección moral que jamás deben olvidar los adultos: los juicios éticos sobre la actuación de las figuras públicas nunca deben formularse sobre las intenciones que abrigaron, sino sobre los medios empleados y sobre los fines obtenidos. Lograr un mundo más justo --como el que presumiblemente quería el Che-- podía ser una aspiración legítima, pero si fundamentó su esfuerzo en el error intelectual --el marxismo--, si recurrió a la violencia y al crimen para conseguirlo, y si en el camino contribuyó al establecimiento de una atroz y empobrecedora dictadura, ninguna persona honesta puede exonerarlo de sus gravísimas responsabilidades. No fue, simplemente, un profeta fracasado. Fue un hombre profundamente equivocado que hizo muchísimo daño por defender sus ideas atrabiliarias. Eso lo prueba este libro fríamente demoledor.

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